martes, 22 de noviembre de 2011

Matar al gato

Nunca esperé que la curiosidad matara al gato. Sucedió de improviso. La noche, cómplice  jaranera, hacia guiños por la ventana. La cabeza me daba vueltas, no de embriaguez sino de inseguridad, duda. Pero el miedo cesó, increíblemente no sentí nada. Al darme cuenta de la realidad era demasiado tarde para retractarme. Cogí el arma en una mano y me dejé llevar por la sublime pasión del crimen.
Un gato de verdad, no proverbial, corrió a esconderse en la cocina. La cola ronroneante seguía escabulléndose entre calderos sucios y la pestilencia de las cañerías, imperceptible ahora, cuando el olor de la sangre caliente opacaba la podredumbre, la miseria de una ciudad disfrazada de puta vieja.

(Ilustración: Denys San Jorge)
Afuera, la insistencia del faro se colaba por las persianas; pero no desistí de mi faena. La habitación estaba a oscuras. Los cuerpos enredados entre las sabanas, dejaban las caras al descubierto; mas, en la semipenumbra, era difícil distinguirlos. Alguien dijo una vez que en la oscuridad todos los gatos eran pardos. En efecto: solo veía un par de líneas multiformes, traslucidas en un blanco capaz de aberrar volúmenes y simetrías; una palidez fantasmal que subía y bajaba con algunos gemidos. Empujé un poco la puerta para ver mejor, cuidándome de no hacer ruido.
No sintieron nada: su concierto no dejaba escuchar el fragor de la tormenta en el exterior.
Un maullido pasó entre mis piernas y entonces los espectros mostraron sus caras, maldijeron al causante de tanto jaleo, sin ver al ojo disfrazado con las sombras. Fue entonces cuando la saqué. La melodía in crescendo se interrumpió de súbito. Maté al súper yo y a los detractores sociales. Cegados por el flash solo acertaron a gritar. Aproveché para salir corriendo cámara en mano y, contento por la empresa victoriosa, llegué a la computadora para descargar la instantánea. Ahora sí los cogí, pensé y di un clic para visualizar la imagen. En la pantalla solo apareció un gato, con los ojos rojos y el pelo erizado del susto.

Lázaro Jesús González González

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