viernes, 18 de noviembre de 2011

Contemplando(se)


… lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca
cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso.
Por un instante el pobre diablo (…) le sonrió,
de modo imperceptible, con sus labios verdaderos.
Esa boca. Mario Benedetti.
Lo piensa otra vez. Estoy cansado, de esto…, de ella…, sí…, cansado, su voz no resuena en el espacio, no atraviesa el tiempo. Un minuto… dos. Lo miro, con pausas, detenido en cada detalle de su rostro, minuciosamente, con un cuidado que se me antoja enfermizo, pero no puedo evitarlo. Todo en él me revela una ansiedad mal encubierta en los minutos que quiere quitarme, sin embargo es su rostro, a la vez, impasible y desequilibrado, algo en él me lo grita…, las comisuras pintadas…, no lo sé, por eso trato, quiero mirarlo…, lo miro más allá del pastoso maquillaje, penetrándole la mente para saber qué quiere conmigo, o quizás para encontrar en él la certeza de lo necesario… No puedo parpadear, ni un segundo o será la oportunidad perdida de adivinarle las intenciones.

Mientras lo veo también puede verme, instante de vulnerabilidad que me atormenta, pero es preciso… Sitios empañados le veo, borrados en lo que una vez pudo ser un recuerdo, poca luz en lo desértico de una habitación en la que se jadea en placer…, muy pocas cosas pero todas conocidas, gemidos sin voz, solo imágenes que se deshacen como los relojes de Dalí, alguien con alguien que no quiero ver y él, que nace o aparece,… y me dice dos minutos… tres. Estoy en él, que es en su mente. Se da cuenta. Lo nota en mi sonrisa amarga que quiere negarle entrada a su intención…, autocensura me dice y no sé de dónde saca la palabra y no la acepto porque yo no soy así o no quiero serlo…, no sé.

Sin embargo estoy, y me arden los ojos que no puedo cerrar, ya no, aunque quisiera. Los suyos, nerviosos, comienzan a moverse, con un balance rápido y tembloroso, de un lado a otro de las órbitas. Y sigo un vaivén automático de sus pupilas que siento en las mías como la luz blanquecina de una soldadura y las venillas enrojecidas me atan como a una marioneta. Todo eso en mi cabeza. De regreso y estoy, ahora lo noto, trayéndolo a mi reconstrucción de lo que en él hallé árido. Pero aún, no sé…, tengo control para saber lo que hace.

(Ilustración: Denys San Jorge - detalle)

Las manos suben y caen, largándole hacia abajo el rostro, como a un cortinón polvoriento del que se tira para descubrir escenas conclusivas, la cúspide dramática del último acto, quizás la agonía virulenta del que muere de una enfermedad curable, o el minuto del silencio que es grito doloroso y el abandono que es resolución.

Tiempo para despejar algo impreciso de la mente. Pero no quiero. Mejor es las cosas como están. El instante tiene su medida en estas gotas de agua que caen, que marcan con regularidad el paso irremisible del tiempo. Desde un orificio verdoso por la humedad se abaten, dejando tras si la sugerencia cristalina de la próxima, y noto en ellas la sucesión de los segundos, de mi propio pulso acelerándose, y solo ellos se oyen en el espacio, contra el espacio, sobre el espacio. Es inútil describirle el sonido de una gota que se precipita en el vacío, hasta que… silbido sordo… y suena.

Vuelve a pasarse, quizás en impaciencia, las manos por el rostro manchado de colores. No vas a hacerlo… ¿verdad? Dilo una sola vez, di no lo haré… ¿verdad? Quiero convencerlo con una súplica falsa que él ya me conoce y las manos se le aferran con fuerza a los bordes del lavabo, y con más…, con más… y más…, más hasta que desaparece la coloración rojiza de la piel apretada y me llega el dolor mudo y la cara manchada mírame dudando de si misma... ¿Por qué quieres hacerlo?, vuelvo, y su mirada insostenida repara en las gotas, ¿por qué aquí? ¿por qué ahora? Parte del maquillaje ha rodado con las manos, con la peluca, aplastada en el suelo.

Con ojos que arden veo las manchas en la cara, en las manos,… o la cara en las manchas, también en las manos… blanco, rojo, la mezcla, la unión, que me parece brutalmente providencial…, iré por sangre, no hay otra forma. Lo siento imaginarme comprándola, y voy con mi cuerpo que quiere a dónde él me lleva, y se me niega la mente a preguntar pero ¿38? me dicen…, sí, 38…, digo con mi boca que quiere y entonces probándola, sacándola, pequeña y brillante y negra, y el ruido y el cadáver y la gente y los gritos. Tres minutos… cuatro.

Afuera, el ruido ensordecedor por los trapecistas, los chillidos y chiflidos, los hijos de las castas y los muchohombre y los notengocuernos, la gente que ya sabe, la gente sabe… no, nadie sabe… ¡Sí!, sí, lo saben, todos te miran porque lo saben… ¡escucha! También las risas. La gente que ríe, que se ríe… ¿se ríen de mí?… no, no puede ser… ¿por qué me dices esto?, ¿por qué ahora? Las manos se me aferran más, pero el dolor de la ausencia de sangre, y la determinación, las aflojan bruscamente. Cuatro…, el minuto del rictus nervioso que me asoma en la sonrisa de la boca pintarrajeada. Ya hubo una vez: y no pude hacerlo… por aquel niño, su mirada indagante, su asombro, también él sabía y por eso miró así, y me detuve, no sé porqué,… era como si preguntara qué iba a hacer y yo no sabía qué…o no podía y fue entonces la sonrisa y la apariencia desde mi desgracia.

Sí, ese niño que imaginas ahora llorando, en alguna parte, no sé porqué…  Cuatro minutos… cinco, ya me toca…, otra vez. Uso el aliento y limpio el espejo. Este humillo que cede al reflejo nos revela mejor las caras. Advierto el frío en derredor… hay frío en su mirada, cinco, me repite y no me muevo y me desprecia y me lo grita desde un silencio que me sitia la garganta, que me cercena los ojos que no puedo cerrar ahora, sé lo que quiere, y le tenso las fibras rojas con que me ata como el perro que impide con la correa el avance de su amo y aún así lo veo, más decidido que yo, arrastrarme, irse del espejo. Las gotas de agua caen…, y las oigo detenerse súbitamente: pienso en una gota que se detiene, suspendida en el aire, en el minuto universal de los engañados, el minuto de los que se hablan, este minuto doble, paralelo, largo, insondable.

Piensa en los gestos inconclusos de la gente, las risas en distorsión de las bocas abiertas y salivosas, las moscas paradas, el calor atascado, la voltereta en el aire del trapecista cayendo que dibuja una sombra difusa sobre el entablado de la pista… Y camina… aunque lo ato más y… empiezo,… a perderlo,… pero no el minuto… de ahora… Cinco… y detenimiento y contemplación y ahogo… pienso en el payaso que saldrá lentamente al escenario, Dios quiera que ya no esté allí ese chico de antes. Toda la carpa silenciada ante su figura…, ante sus pasos, y el minuto que sigue, interrumpido en su viaje y en sus manos pequeña y brillante y negra y el ruido del disparo no se mezcla entre los gritos unísonos de la gente. Pero quizás, mientras…, cinco… todavía, ella, adúltera, puta, sentada junto a la baranda, justo al lado de la butaca del chiquillo, se desploma contra el suelo y sangre y carne quemada y adornos de la frente que salpican el rostro de niños cercanos… Pero no…, el plomo no cruza el espacio sin tiempo, me arrancaría los ojos para hacerlo y él tampoco puede.

La gota suspendida se precipita en la oscuridad del tubo metálico… seis, lo pienso otra vez, en la soledad falsa de los vestidores del circo, y la imagen reaparecida en el espejo, se presiona la garganta con la insinuación, circular y fría, del cañón de la 38...   

Yohandro Rey Sánchez Reytor

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