… lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca
cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso.
Por un instante el pobre diablo (…) le sonrió,
de modo imperceptible, con sus labios verdaderos.
Esa boca. Mario Benedetti.
Lo piensa otra vez. Estoy cansado, de
esto…, de ella…, sí…, cansado, su voz no resuena en el espacio, no atraviesa
el tiempo. Un minuto… dos. Lo miro, con pausas, detenido en cada detalle
de su rostro, minuciosamente, con un cuidado que se me antoja enfermizo, pero
no puedo evitarlo. Todo en él me revela una ansiedad mal encubierta en los minutos
que quiere quitarme, sin embargo es su rostro, a la vez, impasible y
desequilibrado, algo en él me lo grita…, las comisuras pintadas…, no lo sé, por
eso trato, quiero mirarlo…, lo miro más allá del pastoso maquillaje,
penetrándole la mente para saber qué quiere conmigo, o quizás para encontrar en
él la certeza de lo necesario… No puedo parpadear, ni un segundo o será la
oportunidad perdida de adivinarle las intenciones.
Mientras lo veo también puede verme,
instante de vulnerabilidad que me atormenta, pero es preciso… Sitios empañados
le veo, borrados en lo que una vez pudo ser un recuerdo, poca luz en lo
desértico de una habitación en la que se jadea en placer…, muy pocas cosas pero
todas conocidas, gemidos sin voz, solo imágenes que se deshacen como los
relojes de Dalí, alguien con alguien que no quiero ver y él, que nace o
aparece,… y me dice dos minutos… tres. Estoy en él, que es en su mente.
Se da cuenta. Lo nota en mi sonrisa amarga que quiere negarle entrada a su
intención…, autocensura me dice y no sé de dónde saca la palabra y no la
acepto porque yo no soy así o no quiero serlo…, no sé.
Sin embargo estoy, y me arden los ojos
que no puedo cerrar, ya no, aunque quisiera. Los suyos, nerviosos, comienzan a moverse,
con un balance rápido y tembloroso, de un lado a otro de las órbitas. Y sigo un
vaivén automático de sus pupilas que siento en las mías como la luz blanquecina
de una soldadura y las venillas enrojecidas me atan como a una marioneta. Todo
eso en mi cabeza. De regreso y estoy, ahora lo noto, trayéndolo a mi
reconstrucción de lo que en él hallé árido. Pero aún, no sé…, tengo control
para saber lo que hace.
Las manos suben y caen, largándole hacia
abajo el rostro, como a un cortinón polvoriento del que se tira para descubrir
escenas conclusivas, la cúspide dramática del último acto, quizás la agonía
virulenta del que muere de una enfermedad curable, o el minuto del silencio que
es grito doloroso y el abandono que es resolución.
Tiempo para despejar algo impreciso de
la mente. Pero no quiero. Mejor es las cosas como están. El instante tiene su
medida en estas gotas de agua que caen, que marcan con regularidad el paso irremisible
del tiempo. Desde un orificio verdoso por la humedad se abaten, dejando tras si
la sugerencia cristalina de la próxima, y noto en ellas la sucesión de los
segundos, de mi propio pulso acelerándose, y solo ellos se oyen en el espacio,
contra el espacio, sobre el espacio. Es inútil describirle el sonido de una
gota que se precipita en el vacío, hasta que… silbido sordo… y suena.
Vuelve a pasarse, quizás en
impaciencia, las manos por el rostro manchado de colores. No vas a hacerlo…
¿verdad? Dilo una sola vez, di no lo haré… ¿verdad? Quiero convencerlo con una
súplica falsa que él ya me conoce y las manos se le aferran con fuerza a los
bordes del lavabo, y con más…, con más… y más…, más hasta que desaparece la
coloración rojiza de la piel apretada y me llega el dolor mudo y la cara
manchada mírame dudando de si misma... ¿Por qué quieres hacerlo?, vuelvo, y su
mirada insostenida repara en las gotas, ¿por qué aquí? ¿por qué ahora? Parte del
maquillaje ha rodado con las manos, con la peluca, aplastada en el suelo.
Con ojos que arden veo las manchas en
la cara, en las manos,… o la cara en las manchas, también en las manos… blanco,
rojo, la mezcla, la unión, que me parece brutalmente providencial…, iré
por sangre, no hay otra forma. Lo siento imaginarme comprándola, y
voy con mi cuerpo que quiere a dónde él me lleva, y se me niega la mente a
preguntar pero ¿38? me dicen…, sí,
38…, digo con mi boca que quiere y entonces probándola, sacándola, pequeña y
brillante y negra, y el ruido y el cadáver y la gente y los gritos. Tres
minutos… cuatro.
Afuera, el ruido ensordecedor por los
trapecistas, los chillidos y chiflidos, los hijos de las castas y los
muchohombre y los notengocuernos, la gente que ya sabe, la gente sabe… no,
nadie sabe… ¡Sí!, sí, lo saben, todos te miran porque lo saben… ¡escucha!
También las risas. La gente que ríe, que se ríe… ¿se ríen de mí?… no,
no puede ser… ¿por qué me dices esto?, ¿por qué ahora? Las manos se me aferran
más, pero el dolor de la ausencia de sangre, y la determinación, las aflojan
bruscamente. Cuatro…, el minuto del rictus nervioso que me asoma en la
sonrisa de la boca pintarrajeada. Ya hubo una vez: y no pude hacerlo… por aquel
niño, su mirada indagante, su asombro, también él sabía y por eso miró así, y me
detuve, no sé porqué,… era como si preguntara qué iba a hacer y yo no sabía qué…o
no podía y fue entonces la sonrisa y la apariencia desde mi desgracia.
Sí, ese niño que imaginas ahora
llorando, en alguna parte, no sé porqué… Cuatro minutos… cinco, ya me toca…, otra
vez. Uso el aliento y limpio el espejo. Este humillo que cede al reflejo nos
revela mejor las caras. Advierto el frío en derredor… hay frío en su mirada, cinco,
me repite y no me muevo y me desprecia y me lo grita desde un silencio que me
sitia la garganta, que me cercena los ojos que no puedo cerrar ahora, sé lo que
quiere, y le tenso las fibras rojas con que me ata como el perro que impide con
la correa el avance de su amo y aún así lo veo, más decidido que yo,
arrastrarme, irse del espejo. Las gotas de agua caen…, y las oigo detenerse
súbitamente: pienso en una gota que se detiene, suspendida en el aire, en el
minuto universal de los engañados, el minuto de los que se hablan, este minuto doble,
paralelo, largo, insondable.
Piensa en los gestos inconclusos de la
gente, las risas en distorsión de las bocas abiertas y salivosas, las moscas
paradas, el calor atascado, la voltereta en el aire del trapecista cayendo que
dibuja una sombra difusa sobre el entablado de la pista… Y camina… aunque lo
ato más y… empiezo,… a perderlo,… pero no el minuto… de ahora… Cinco… y detenimiento y contemplación y
ahogo… pienso en el payaso que saldrá lentamente al escenario, Dios quiera
que ya no esté allí ese chico de antes. Toda la carpa silenciada ante su
figura…, ante sus pasos, y el minuto que sigue, interrumpido en su viaje y en
sus manos pequeña y brillante y negra y el ruido del disparo no se mezcla entre
los gritos unísonos de la gente. Pero quizás, mientras…, cinco… todavía, ella, adúltera,
puta, sentada junto a la baranda, justo al lado de la butaca del chiquillo, se
desploma contra el suelo y sangre y carne quemada y adornos de la frente que salpican
el rostro de niños cercanos… Pero no…, el plomo no cruza el espacio sin tiempo,
me arrancaría los ojos para hacerlo y él tampoco puede.
La gota suspendida se precipita en la
oscuridad del tubo metálico… seis, lo
pienso otra vez, en la soledad falsa de los vestidores del circo, y la imagen reaparecida
en el espejo, se presiona la garganta con la insinuación, circular y fría, del
cañón de la 38...
Yohandro Rey Sánchez Reytor
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