martes, 22 de noviembre de 2011

Pena de muerte

La arena zigzagueó con el soplo del viento bañando las caras de la gente. En el cenit, el sol regalaba sus abrazos mientras apartaba las nubes para poder ver. A medida que la hora se acercaba, el murmullo de la multitud fue despuntando en un alba de gritos y gemidos.
Miles y miles de escritores, hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, pancartas y emblemas, representantes de organizaciones por la libertad de expresión, periodistas y vendedores miraban con nerviosismo hacia la entrada.

(Ilustración: Denys San Jorge - detalle)
Durante el juicio, los testigos habían perforado con sus argumentos las razones de la defensa; sin embargo, la deliberación del jurado duró siete días y siete noches. Tras el análisis con microscopio, habían determinado la culpabilidad del acusado. Este había recurrido sin pausa a su promiscuidad, belleza, elocuencia, capacidad de síntesis y premeditación para cometer sus crímenes; de esa manera, había embaucado a todas las generaciones de hombres de palabra. A menudo solía traicionar a sus hermanos, ya fuera con sus cambios de humor como con sus compañías. Emboscaba a sus semejantes y se mofaba, luego de contaminarlos o fulminarlos con su presencia. Era, en fin de cuentas, algo que debía borrarse del universo.
La puerta se abrió. Ante el espectáculo, muchos en el público se echaron a reír y otros a llorar. A un tiempo, unos gritaron “¡Muerte!” y otros “¡Perdón!”.
Cuando los dos, verdugo y condenado, se encontraron en el centro de la plataforma, un campanazo secuestró al resto de los ruidos. Hacha en mano, el encapuchado esperó por su víctima. Esta adoptó sin revelar sonido la posición que se le indicara; segundos después, se desplomaba.
Todos se marcharon. Incluso el verdugo.
En el suelo quedó el criminal.
El solitario adjetivo.

Jeffrey Álvarez Massón

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